|
La gloria de la Trinidad en Pentecostés |
1. El
Pentecostés cristiano, celebración de la efusión del Espíritu Santo, presenta
varios aspectos en los escritos neotestamentarios. Comenzaremos con el que
nos delinea el pasaje de los Hechos de los Apóstoles
que acabamos de escuchar. Es el más inmediato en la
mente de todos, en la historia del arte e incluso
en la liturgia.
San Lucas, en su segunda obra, sitúa
el don del Espíritu dentro de una teofanía, es decir,
de una revelación divina solemne, que en sus símbolos remite
a la experiencia de Israel en el Sinaí (cf. Ex
19). El fragor, el viento impetuoso, el fuego que evoca
el fulgor, exaltan la trascendencia divina. En realidad, es el
Padre quien da el Espíritu a través de la intervención
de Cristo glorificado. Lo dice san Pedro en su discurso:
"Jesús, exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del
Padre el Espíritu Santo prometido y lo ha derramado, como
vosotros veis y oís" (Hch 2, 33). En Pentecostés, como
enseña el Catecismo de la Iglesia católica, el Espíritu Santo
"se manifiesta, da y comunica como Persona divina (...). En
este día se revela plenamente la santísima Trinidad" (nn. 731-732).
2. En efecto, toda la Trinidad está implicada en la
irrupción del Espíritu Santo, derramado sobre la primera comunidad y
sobre la Iglesia de todos los tiempos como sello de
la nueva Alianza anunciada por los profetas (cf. Jr 31,
31-34; Ez 36, 24-27), como confirmación del testimonio y como
fuente de unidad en la pluralidad. Con la fuerza del
Espíritu Santo, los Apóstoles anuncian al Resucitado, y todos los
creyentes, en la diversidad de sus lenguas y, por tanto,
de sus culturas y vicisitudes históricas, profesan la única fe
en el Señor, "anunciando las maravillas de Dios" (Hch 2,
11).
Es significativo constatar que un comentario judío al Éxodo,
refiriéndose al capítulo 10 del Génesis, en el que se
traza un mapa de las setenta naciones que, según se
creía, constituían la humanidad entera, las remite al Sinaí para
escuchar la palabra de Dios: "En el Sinaí la voz
del Señor se dividió en setenta lenguas, para que todas
las naciones pudieran comprender" (Éxodo Rabba", 5, 9). Así, también
en el Pentecostés que relata san Lucas, la palabra de
Dios, mediante los Apóstoles, se dirige a la humanidad para
anunciar a todas las naciones, en su diversidad, "las maravillas
de Dios" (Hch 2, 11).
3. Sin embargo, en el
Nuevo Testamento hay otro relato que podríamos llamar el Pentecostés
de san Juan. En efecto, en el cuarto evangelio la
efusión del Espíritu Santo se sitúa en la tarde misma
de Pascua y se halla íntimamente vinculada a la Resurrección.
Se lee en san Juan: "Al atardecer de aquel día,
el primero de la semana, estando cerradas, por miedo a
los judíos, las puertas del lugar donde se encontraban los
discípulos, se presentó Jesús en medio de ellos y les
dijo: "La paz esté con vosotros". Dicho esto, les mostró
las manos y el costado. Los discípulos se alegraron de
ver al Señor. Jesús les dijo otra vez: "La paz
esté con vosotros. Como el Padre me envió, también yo
os envío". Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo:
"Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les
quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos""
(Jn 20, 19-23).
También en este relato de san Juan
resplandece la gloria de la Trinidad: de Cristo resucitado, que
se manifiesta en su cuerpo glorioso; del Padre, que está
en la fuente de la misión apostólica; y del Espíritu
Santo, derramado como don de paz. Así se cumple la
promesa hecha por Cristo, dentro de esas mismas paredes, en
los discursos de despedida a los discípulos: "El Paráclito, el
Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os
lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo
os he dicho" (Jn 14, 26). La presencia del Espíritu
en la Iglesia está destinada al perdón de los pecados,
al recuerdo y a la realización del Evangelio en la
vida, en la actuación cada vez más profunda de la
unidad en el amor.
El acto simbólico de soplar quiere
evocar el acto del Creador que, después de modelar el
cuerpo del hombre con polvo del suelo, "insufló en sus
narices un aliento de vida" (Gn 2, 7). Cristo resucitado
comunica otro soplo de vida, "el Espíritu Santo". La redención
es una nueva creación, obra divina en la que la
Iglesia está llamada a colaborar mediante el ministerio de la
reconciliación.
4. El apóstol san Pablo no nos ofrece un
relato directo de la efusión del Espíritu, pero cita sus
frutos con tal intensidad que se podría hablar de un
Pentecostés paulino, también presentado en una perspectiva trinitaria. Según dos
pasajes paralelos de las cartas a los Gálatas y a
los Romanos, el Espíritu es el don del Padre, que
nos transforma en hijos adoptivos, haciéndonos partícipes de la vida
misma de la familia divina. Por eso afirma san Pablo:
"No recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el
temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que
nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre! El Espíritu mismo se une
a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos
de Dios. Y, si somos hijos, también herederos: herederos de
Dios y coherederos de Cristo" (Rm 8, 15-17; cf. Ga
4, 6-7).
Con el Espíritu Santo en el corazón podemos
dirigirnos a Dios con el nombre familiar abbá, que Jesús
mismo usaba con respecto a su Padre celestial (cf. Mc
14, 36). Como él, debemos caminar según el Espíritu en
la libertad interior profunda: "El fruto del Espíritu es amor,
alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí"
(Ga 5, 22-23).
Concluyamos esta contemplación de la Trinidad en
Pentecostés con una invocación de la liturgia de Oriente: "Venid,
pueblos, adoremos a la Divinidad en tres personas: el Padre,
en el Hijo, con el Espíritu Santo. Porque el Padre,
desde toda la eternidad, engendra un Hijo coeterno que reina
con él, y el Espíritu Santo está en el Padre,
es glorificado con el Hijo, potencia única, sustancia única, divinidad
única... ¡Gloria a ti, Trinidad santa!"
No hay comentarios:
Publicar un comentario