lunes, 19 de marzo de 2012

San José en la vida de Cristo y de la Iglesia


«José, hijo de David, no temas tomar contigo a María tu mujer, porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1, 20-21).



Reflexiones de Juan Pablo II, sobre San José 
Exhortación Apostólica Redemptoris Custos
Sobre la figura y la misión de San José en la vida de Cristo y de la Iglesia.
http://www.aciprensa.com/sanjose/custos.htm

San José cuidó amorosamente a María y se dedicó con gozoso empeño a la educación de Jesucristo. También custodia y protege su cuerpo místico, la Iglesia, de la que la Virgen Santa es figura y modelo.

Debemos pedir que crezca la devoción al Patrono de la Iglesia universal y el amor al Redentor, al que él sirvió ejemplarmente. De este modo, todo el pueblo cristiano no sólo recurrirá con mayor fervor a san José e invocará confiado su patrocinio, sino que tendrá siempre presente ante sus ojos su humilde y maduro modo de servir, así como de «participar» en la economía de la salvación.

Debemos volver a reflexionar sobre la participación del Esposo de María en el misterio divino ... en el misterio de la Encarnación.

Precisamente es José de Nazaret quien «participó» en este misterio como ninguna otra persona, a excepción de María, la Madre del Verbo Encarnado. El participó en este misterio junto con ella, comprometido en la realidad del mismo hecho salvífico y siendo depositario del mismo amor.

El Evangelista Mateo explica el significado de este momento, delineando también como José lo ha vivido. Sin embargo, para comprender plenamente el contenido y el contexto, es importante tener presente el texto paralelo del Evangelio de Lucas. En efecto, en relación con el versículo que dice: «La generación de Jesucristo fue de esta manera: Su madre, María, estaba desposada con José y, antes de empezar a estar juntos ellos, se encontró encinta por obra del Espíritu Santo» (Mt 1, 18), el origen de la gestación de María «por obra del Espíritu Santo» encuentra una descripción más amplia y explícita en el versículo que se lee en Lucas sobre la anunciación del nacimiento de Jesús: «Fue enviado por Dios el ángel Gabriel a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María» (Lc 1, 26-27).

Las palabras del ángel: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo» (Lc 1, 28), provocaron una turbación interior en María y, a la vez, le llevaron a la reflexión. Entonces el mensajero tranquiliza a la Virgen y, al mismo tiempo, le revela el designio especial de Dios referente a ella misma: «No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios; vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. El será grande y será llamado Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de David, su padre» (Lc 1, 30-32).

El evangelista había afirmado poco antes que, en el momento de la anunciación, María estaba «desposada con un hombre llamado José, de la casa de David». La naturaleza de este «desposorio» es explicada indirectamente, cuando María, después de haber escuchado lo que el mensajero había dicho sobre el nacimiento del hijo, pregunta: «¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?» (Lc 1, 34).

Entonces le llega esta respuesta: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios» (Lc 1, 35). María, si bien ya estaba «desposada» con José, permanecerá virgen, porque el niño, concebido en su seno desde la anunciación, había sido concebido por obra del Espíritu Santo.

En este punto el texto de Lucas coincide con el de Mateo 1, 18 y sirve para explicar lo que en él se lee. Si María, después del desposorio con José, se halló «encinta por obra del Espíritu Santo», este hecho corresponde a todo el contenido de la anunciación y, de modo particular, a las últimas palabras pronunciadas por María: «Hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38). Respondiendo al claro designio de Dios, María con el paso de los días y de las semanas se manifiesta ante la gente y ante José «encinta», como aquella que debe dar a luz y lleva consigo el misterio de la maternidad.

A la vista de esto «su marido José, como era justo y no quería ponerla en evidencia, resolvió repudiarla en secreto» (Mt 1, 19), pues no sabía cómo comportarse ante la «sorprendente» maternidad de María. Ciertamente buscaba una respuesta a la inquietante pregunta, pero, sobre todo, buscaba una salida a aquella situación tan difícil para él. Por tanto, cuando «reflexionaba sobre esto, he aquí que se le apareció en sueños un ángel del Señor y le dijo: "José, hijo de David, no temas recibir en tu casa a María, tu esposa, pues lo concebido en ella es obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús, porque salvará a su pueblo de sus pecados"» (Mt 1, 20-21).

Existe una profunda analogía entre la «anunciación» del texto de Mateo y la del texto de Lucas. El mensajero divino introduce a José en el misterio de la maternidad de María. La que según la ley es su «esposa», permaneciendo virgen, se ha convertido en madre por obra del Espíritu Santo. Y cuando el Hijo, llevado en el seno por María, venga al mundo, recibirá el nombre de Jesús. Era éste un nombre conocido entre los israelitas y, a veces, se ponía a los hijos. En este caso, sin embargo, se trata del Hijo que, según la promesa divina, cumplirá plenamente el significado de este nombre: Jesús-Yehošua', que significa, Dios salva.

El mensajero se dirige a José como al «esposo de María», aquel que, a su debido tiempo, tendrá que imponer ese nombre al Hijo que nacerá de la Virgen de Nazaret, desposada con él. El mensajero se dirige, por tanto, a José confiándole la tarea de un padre terreno respecto al Hijo de María.

«Despertado José del sueño, hizo como el ángel del Señor le había mandado, y tomó consigo a su mujer» (Mt 1, 24). El la tomó en todo el misterio de su maternidad; la tomó junto con el Hijo que llegaría al mundo por obra del Espíritu Santo, demostrando de tal modo una disponibilidad de voluntad, semejante a la de María, en orden a lo que Dios le pedía por medio de su mensajero.

Cuando María, poco después de la anunciación, se dirigió a la casa de Zacarías para visitar a su pariente Isabel, mientras la saludaba oyó las palabras pronunciadas por Isabel «llena de Espíritu Santo» (Lc 1, 41). Además de las palabras relacionadas con el saludo del ángel en la anunciación, Isabel dijo: «¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!» (Lc 1, 45).

Ahora, al comienzo de esta peregrinación, la fe de María se encuentra con la fe de José. Si Isabel dijo de la Madre del Redentor: «Feliz la que ha creído», en cierto sentido se puede aplicar esta bienaventuranza a José, porque él respondió afirmativamente a la Palabra de Dios, cuando le fue transmitida en aquel momento decisivo. En honor a la verdad, José no respondió al «anuncio» del ángel como María; pero hizo como le había ordenado el ángel del Señor y tomó consigo a su esposa. Lo que él hizo es genuina "obediencia de la fe" (cf. Rom 1, 5; 16, 26; 2 Cor 10, 5-6).

Se puede decir que lo que hizo José le unió en modo particularísimo a la fe de María. Aceptó como verdad proveniente de Dios lo que ella ya había aceptado en la anunciación.

San José por tanto, se convirtió en el depositario singular del misterio «escondido desde siglos en Dios» (cf. Ef 3, 9), lo mismo que se convirtió María en aquel momento decisivo que el Apóstol llama «la plenitud de los tiempos», cuando «envió Dios a su Hijo, nacido de mujer» para «rescatar a los que se hallaban bajo la ley», «para que recibieran la filiación adoptiva» (cf. Gál 4, 4-5). «Dispuso Dios —afirma el Concilio— en su sabiduría revelarse a sí mismo y dar a conocer el misterio de su voluntad (cf. Ef 1, 9), mediante el cual los hombres, por medio de Cristo, Verbo encarnado, tienen acceso al Padre en el Espíritu Santo y se hacen consortes de la naturaleza divina (cf. Ef 2, 18; 2 Pe 1, 4)»

San José es el primero en participar de la fe de la Madre de Dios, y que, haciéndolo así, sostiene a su esposa en la fe de la divina anunciación. El es asimismo el que ha sido puesto en primer lugar por Dios en la vía de la «peregrinación de la fe», a través de la cual, María, sobre todo en el Calvario y en Pentecostés, precedió de forma eminente y singular.

La vía propia de San José, se concluirá antes, es decir, antes de que María se detenga ante la Cruz en el Gólgota y antes de que Ella, una vez vuelto Cristo al Padre, se encuentre en el Cenáculo de Pentecostés el día de la manifestación de la Iglesia al mundo, nacida mediante el poder del Espíritu de verdad. Sin embargo, la vía de la fe de José sigue la misma dirección, queda totalmente determinada por el mismo misterio del que él junto con María se había convertido en el primer depositario.

Para la Iglesia es importante profesar la concepción virginal de Jesús,pero no es menos esencial defender el matrimonio de María con José, porque, jurídicamente, depende de este matrimonio la paternidad de José.

De aquí se comprende por qué las generaciones han sido enumeradas en el Evangelio según la genealogía de José y no de María. Se pregunta San Agustín «¿Por qué no debían serlo a través de José? ¿No era tal vez José el marido de María? (...) La Escritura afirma, por medio de la autoridad angélica, que él era el marido. 'No temas <dice> recibir en tu casa a María, tu esposa, pues lo concebido en ella es obra del Espíritu Santo'. Se le ordena poner el nombre del niño, aunque no fuera fruto suyo. Ella <añade> dará a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. La Escritura sabe que Jesús no ha nacido de la semilla de José, porque a él, preocupado por el origen de la gravidez de ella, se le ha dicho: 'es obra del Espíritu Santo'. Y, no obstante, no se le quita la autoridad paterna, visto que se le ordena poner el nombre al niño. Finalmente, aun la misma Virgen María, plenamente consciente de no haber concebido a Cristo por medio de la unión conyugal con él, le llama sin embargo padre de Cristo»

Analizando la naturaleza del matrimonio, tanto san Agustín como santo Tomás la ponen siempre en la «indivisible unión espiritual», en la «unión de los corazones», en el «consentimiento», elementos que en aquel matrimonio se han manifestado de modo ejemplar. En el momento culminante de la historia de la salvación, cuando Dios revela su amor a la humanidad mediante el don del Verbo, es precisamente el matrimonio de María y José el que realiza en plena «libertad» el «don esponsal de sí» al acoger y expresar tal amor.
«En esta grande obra de renovación de todas las cosas en Cristo, el matrimonio, purificado y renovado, se convierte en una realidad nueva, en un sacramento de la nueva Alianza. Y he aquí que en el umbral del Nuevo Testamento, como ya al comienzo del Antiguo, hay una pareja. Pero, mientras la de Adán y Eva había sido fuente del mal que ha inundado al mundo, la de José y María constituye el vértice, por medio del cual la santidad se esparce por toda la tierra. El Salvador ha iniciado la obra de la salvación con esta unión virginal y santa, en la que se manifiesta su omnipotente voluntad de purificar y santificar la familia, santuario de amor y cuna de la vida»

San José ha sido llamado por Dios para servir directamente a la persona y a la misión de Jesús mediante el ejercicio de su paternidad; de este modo él coopera en la plenitud de los tiempos en el gran misterio de la redención y es verdaderamente «ministro de la salvación».

Su paternidad se ha expresado concretamente «al haber hecho de su vida un servicio, un sacrificio, al misterio de la encarnación y a la misión redentora que está unida a él; al haber hecho uso de la autoridad legal, que le correspondía sobre la Sagrada Familia, para hacerle don total de sí, de su vida y de su trabajo; al haber convertido su vocación humana al amor doméstico con la oblación sobrehumana de sí, de su corazón y de toda capacidad, en el amor puesto al servicio del Mesías, que crece en su casa»



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